Anonymous observations, 1757
El Instituto Geológico y Minero de España, en Madrid, alberga entre otras dependencias un precioso museo de minerales y fósiles, y una hermosa e interesante biblioteca a la que acudí en busca de viejos textos sobre hormigas.
Biblioteca del Instituto Geológico y Minero (Madrid)
La suerte estaba de mi lado. En un tomo titulado Diario Philosophico, Medico, Chirurgico (1757), editado por Juan Galisteo y Xiorro, se reunían diversos artículos de medicina, química y curiosidades varias, entre las que se encontraban unas anónimas “Observaciones sobre las hormigas”. Su autor debía de ser, a buen seguro, un agricultor francés muy interesado en Historia Natural. Realizó sus observaciones entre 1721 y 1751, aproximadamente los años en que Réaumur, en Francia, y Gould, en Inglaterra, ponían los primeros cimientos de la mirmecología naturalista.
Charles de Geer. Lámina del Tomo II de sus Mémoires pour servir à l'histoire des insectes (1752-78)
El anónimo relator acierta a distinguir con claridad los huevos de las pupas (que él denomina cascarones), deja entrever que las cópulas se efectúan en los vuelos nupciales (“cuando las hormigas aladas están esparcidas en el aire, se juntan y hacen huevos”), y establece que tras la eclosión unas hormigas nacen ya con alas, y otras no. Yerra al generalizar la no existencia de hormigas recolectoras, error que recorrió todo el siglo XVIII y principios del XIX de la mano de los primeros observadores modernos, que habitaban precisamente en latitudes septentrionales donde era más difícil encontrarlas: Réaumur, Gould, Latreille, Huber…
Transcribo a continuación estas interesantes observaciones mirmecológicas tal cual están en la traducción original del tomo mencionado.
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OBSERVACIONES SOBRE LAS HORMIGAS
(1757)
(1757)
Mucho tiempo ha que movido de lo que leía en infinidad de libros de la industria de las hormigas, de su prudencia, y de sus almacenes, deseaba averiguarlo por mí mismo. Como regularmente me hallaba en el campo a fines de agosto, y todo el septiembre, tiempo en que habían de estar llenos estos almacenes, y en especial cerca de los campos donde se habían segado los granos, procuré buscarlas, y destruir todo su hormiguero, hasta verme muchas veces cubierto todo el cuerpo de estos irritados insectos. Por más pesquisas que hice, jamás pude encontrar un solo grano de trigo en sus pretendidos graneros. Lo que hallé fue un gran número de pequeños cuerpos blancos, o amarillos, o grises, que a los principios tuve por granos de trigo, por la semejanza que con ellos tenían; pero al tocarlos descubrí no ser otra cosa que lo que vulgarmente se llama huevos de hormiga, los cuales, siendo blancos al principio, pasan a amarillos y a grises a proporción que se acercan a su metamorfosis, como diré luego.
Desengañado de la opinión común, quise desengañar a otros. Junté muchos amigos míos, y habiéndoles presentado un puñado de huevos ya amarillos, les pregunté si aquello era lo que ellos llamaban trigo. Dijéronme que sí. El grano de trigo, les repliqué, no tiene dentro sino es harina: hagamos la anatomía de éste. Abrieron al instante estos pequeños cuerpos, y se admiraron de hallar en cada uno de ellos una hormiga blanca con alas aún informes, nadando en un licor lácteo. Precisados a confesar que hasta entonces habían estado en una errada opinión, y no queriendo abandonarla absolutamente, se abroquelaron con la autoridad de la Sagrada Escritura, que asegura, según decían, que la hormiga recoge trigo. Yo los estreché terriblemente haciéndoles notar que a los lugares de la Escritura que hablan de las hormigas se les da un sentido más extenso de lo que permite la letra. En efecto, en el primero de los dos que ordinariamente se citan, Prov. VII, vers. 6, se lee en la lengua original: Ir a la hormiga perezosos, observar su conducta; sin tener quien las dirija, ni las mande, recogen en el verano su pan, y durante la siega su nutrimento. En el segundo lugar, Prov. XXX, vers. 26, se lee: Las hormigas, este pueblo sin fuerza, recoge en verano su pan. Nada hay aquí, les dije, que exprese trigo, ni invierno, ni todas estas precauciones que se les atribuyen, ni las provisiones que tanto se ponderan. Pero para acabaros de convencer, examinad el hecho por vuestros propios ojos. Yo sé en el parque del Castillo un grande hormiguero, cuyas hormigas atraviesan en muchas partes las alamedas vecinas. Llevémonos un puñado de trigo, echémosle por donde pasan, y veamos si se le llevan. Hízose la prueba, y viendo que las hormigas, después de haber dado vueltas alrededor del trigo, continuaban su marcha sin hacer tentativa alguna para llevárselo, se persuadieron que no era trigo lo que ellas buscaban. Esta experiencia se hizo la primera vez en Picardía en 1721, después cerca de Corbeil en 1730, y diez años después cerca de esta misma ciudad, sin hablar de otras muchas experiencias semejantes.
En 1727, a fines de noviembre, en un día claro pero frío, hallé un hormiguero grande en un pequeño bosque, cerca de un campo donde había habido trigo. Quitéle toda la tapa, y dejé a las hormigas en descubierto. Estaban todas entorpecidas y como muertas. Quitélas de su agujero, busqué por todas partes sin encontrar ni provisión, ni lugar para ponerla. Algún tiempo después de la dispersión de esta pobre República, cuyos ciudadanos estaban entorpecidos o adormecidos, observé que algunos que eran heridos de los rayos del Sol hacían algún movimiento, pero muy débil. El frío los hizo morir a pocos momentos. El año pasado de 1751, a mitad de noviembre, descubrí en la entrada de un bosque, cerca del cual había avena, cebada y otros granos, muchos grandes hormigueros. Los abrí, examiné todas sus guaridas, y no hallé sino hormigas muy amortecidas, sin vestigio alguno de granos, ni noté tampoco nicho donde pudieran haberle tenido.
Pero me dirán: ¿no se les ve muchas veces arrastrar granos a su montón? No me atrevo a responder por no exponerme a hablar temerariamente. En 1744 se había sembrado trigo en una parte de mi jardín. En medio de este trigo se formó un hormiguero muy considerable. Fui a observarlo con frecuencia, especialmente cuando se segó el trigo. Al segundo día me quede admirado de ver granos sobre el hormiguero; yo no sé si ellas lo llevaron sin que yo lo viese, o si alguno lo puso allí por burlarme, o con algún otro designio. Como quiera que sea, yo lo dejé allí para ver el suceso, y si las hormigas lo transportaban a sus pretendidos almacenes. Yo noté que ellas lo dejaron donde yo lo había visto la primera vez, y que solamente lo cubrían de tierra, paja, hojas de hierbas o de árboles de que ordinariamente componen el techo de sus casas. Algún tiempo después vegetó este trigo, y echó muchas hierbas que sirvieron a las hormigas de puntales para sostener su edificio. De aquí se puede inferir que ellas no necesitan de los granos para vivir, y que no los recogen con este designio, ni roen el germen como dicen algunos autores; y así el labrador no tendrá que temerlas entre sus granos.
Pero la Sagrada Escritura, me replicarán, asegura a lo menos que recogen, lo que parece oponerse a lo hasta aquí dicho. A la verdad, no es contradecir, sino conformarse con la Escritura el afirmar, como yo también afirmó, que las hormigas recogen, no granos, sino paja, pequeñitos palos de hierbas secas o de madera, insectos muertos, tierra, chinitas, arena, etc., no para alimentarse, sino para cubrirse y defenderse de las grandes lluvias, de la nieve, el hielo y demás injurias del aire. Las hormigas grandes (porque en otra ocasión diré las hay de varias especies) hacen montones de todas estas cosas en forma de media naranja de tres, de cuatro, y algunas veces de cinco pies y más de altura, y otro tanto de diámetro sobre el nivel de la tierra, sin hablar de su profundidad, que alguna vez pasa de dos pies dentro de la tierra. Para este fin recogen las hormigas durante el estío y el tiempo de la cosecha. Si se les observa bien, no se les verá llevar otra cosa que lo que sirve para su abrigo y defensa en el invierno. Esto es lo que después de muchas experiencias hechas desde el año 1728 he hecho notar a tres grandes autores, que habiendo hablado en la primera edición de sus libros de estos almacenes de las hormigas, como de una cosa incontestable, en las posteriores ediciones hablaron en tono menos decisivo.
Si acaso se me pregunta de qué viven las hormigas, responderé que, sin hablar de lo que pillan en las casas, de miel, de azúcar, jugo de carne cocida o cruda, frutas en conserva y otras cosas semejantes, he observado que viven de la sangre y jugo de animales muertos, grandes y pequeños, de gusanillos y de insectos que, aunque vivos, no tienen fuerza para escapárseles porque a ninguno perdonan. Si un perdigón, o cualquiera otro pájaro, y aún alguna liebre herida y en estado de no poder andar, llega a caer en su camino, luego la cubren y la roen hasta los huesos.
Si pueden encontrar algunos albaricoques, melocotones, peras, manzanas o algunas otras frutas que se acerquen ya al punto de su sazón, las rompen y las roen hasta no dejar sino la piel, las membranas y la simiente o hueso. También muerden las alcachofas y la mayor parte de plantas esculentas. En los bosques y montes hacen la guerra a los árboles, especialmente a las encinas, cuyos renuevos chupan y hacen secar.
Baste esto sobre el estrago que hacen las hormigas en los jardines y en los montes, donde el daño es más considerable de lo que se piensa. En otro lugar se dará a conocer algo mejor esta especie de insectos, sus especies, su vida, sus metamorfosis o transmutaciones y, en fin, los remedios que he hallado, así para desterrarlas de una planta como para disminuir su especie.
Segunda parte
Las hormigas no son todas semejantes, ni son unas mismas en todos los climas. No hablaré de las que hay en las otras partes del mundo, donde se hallan mucho más grandes que en Europa. Poco importa el no conocerlas, pues no nos incomodan. En nuestros países hay negras, amarillas, grises y rojas; acaso no se diferencian entre sí, sin embargo de esta variedad en sus colores, sino por su edad o por el terreno que habitan. Las más grandes son negras o grises, y tienen el vientre y el cuello algo rojos: ordinariamente habitan los bosques y cercas. Las pequeñas son o negras, o amarillas, unas tiran al gris, otras al rojo: la picadura de éstas se tiene por más venenosa, y causa en la carne herida un tumor más considerable y un dolor de más duración y mayor viveza. Las pequeñas se hallan en abundancia en todos los jardines, en el poblado igualmente que en el campo, y son las más incómodas.
Todas las hormigas nacen de pequeñísimos huevos que al fin del estío, o principios del otoño, pusieron sus madres en tierra, al pie de algún árbol o debajo de algunas piedras, etc.
Todas las de un mismo hormiguero parecen ser de una edad y venir de una misma cría. También creo que crecen en su primer año, porque en la misma parte en donde las he visto muy pequeñas en el mes de marzo, las he visto después mucho más grandes. Mis observaciones en este punto no son las bastantes para hablar con seguridad del modo y tiempos de su aumento. Luego que salen de los huevos en el mes de marzo, se les ve trabajar en limpiar su nido y en sacar de él la tierra o palos podridos, en comenzar su casa, en traer a ella todo lo que pueden mover, y en ordenarlo en redondo y en alto para darle una forma de media naranja algo allanada, o de media bola, o de pan de azúcar de punta roma, yendo de tiempo en tiempo a alguna planta o fruto, o a algún animal muerto a cuya costa viven. La pequeña especie hace su nido de otro modo. Su banda es más pequeña, como también su nido: ordinariamente se abren sendas subterráneas o cubren de tierra sus caminos; algunas veces se hacen un camino abierto desde el pie de un árbol o de un edificio hacia arriba. A fines de la primavera una parte de las hormigas se envuelve en una cáscara, y toma la forma de un grano de trigo, a excepción que a los principios esta cáscara es redonda y blanca, y la de las hormigas pequeñas es menor que un pequeño grano de trigo.
Es cosa verdaderamente admirable el cuidado que las demás hormigas tienen de esta especie de cáscaras o conchas; ellas se exponen a todo género de peligros antes que abandonarlas o dejarlas perecer por la humedad o sequedad. Si 100 veces al día se ponen donde las azote un aire violento, otras tantas veces las vuelven a retirar al lugar que más les conviene. Aún cuando nadie las incomoda, si el lugar donde están estos cascarones se humedece demasiado, los transportan a otro; si éste se hace demasiado seco, los vuelven a llevar al primero o a otro menos nocivo. En fin, ellas cuidan continuamente de estas amadas encarceladas, que no pueden cuidarse a sí mismas. Esta prisión se acaba con el estío, más o menos tarde según les ha sido favorable el año. Entonces estas hormigas dejan sus cascarones, no para arrastrar por tierra como en su primer estado, sino para volver teniendo alas como las moscas, y sin perder la figura de hormiga. En aquel tiempo se les ve formar nubes muy densas que llenan el aire, especialmente en los valles defendidos de los vientos. Algunas veces se echan todas sobre los árboles y los cubren. Cuando salen en gran número exhalan en los contornos un olor algo fuerte y desagradable. Cuando las hormigas aladas están esparcidas en el aire, se juntan y hacen huevos, que ponen en lugares propios y acomodados para conservarlos y preservar las futuras hormiguillas hasta que por sí puedan trabajar en su conservación. Después de puestos los huevos, no se ven hormigas con alas, lo que hace creer que habiendo acabado su oficio habrán acabado de vivir.
Podrá preguntárseme a qué edad toman alas, y si las toman todas. A la primera cuestión responderé que estoy inclinado a creer que se ponen en el cascarón al fin de su segunda primavera, que salen con alas al fin de su segundo estío, cerca de 18 meses después de haber nacido. Sin embargo, no me atreveré a asegurarlo, porque no lo he examinado bastantemente. A la segunda cuestión responderé que la mayor parte de un hormiguero se queda sin alas hasta su muerte, la cual sucede algún tiempo después que las demás han tomado vuelo. Entonces se ve la tierra toda negra en las cercanías de los lugares donde habían establecido su mansión. Acaso las hormigas que no se transforman, que son tan laboriosas y que tienen tanto cuidado de las demás mientras están en el cascarón, son una especie de zánganos, como se ve en las abejas y las avispas. Estos insectos tienen aún, en otras cosas, bastante semejanza entre sí para creer que también se parecen en esto. En efecto, ¿por qué esta parte de hormigas había de quedarse hasta la muerte en su primera figura sin tomar alas como las otras? Por otra parte, si todas tomasen alas, y trabajasen en la propagación de su especie, se hubiera llenado el mundo de estos insectos y lo harían inhabitable a nosotros y a los demás animales. Pero Dios, cuya sabiduría y bondad son tan infinitas como su poder, ha dispuesto de tal suerte las cosas que hace nacer de estos insectos lo bastante para ejercitarnos, e impide al mismo tiempo su desmedida abundancia a favor de nuestra quietud y seguridad. Pudiera sobre este asunto hacer muchas excelentes reflexiones, que suprimo temiendo que parezcan extranjeras en este lugar: dejémoslas a los labradores, jardineros, y ecónomos, cuya vida sería seguramente más feliz si por medio de profundas meditaciones aprendiesen a reconocer en cuanto ven el dedo de la Providencia, trabajando bajo de sus órdenes y ordenándolo todo a su Gloria.
Tercera parte. Reflexiones sobre las hormigas
Inútil sería el conocimiento de la naturaleza, y mera curiosidad su estudio, si de las noticias que nos procura su observación no extendemos el uso de sus producciones para nuestra utilidad y provecho. Por esta razón, habiendo hablado de la generación, naturaleza, especies de las hormigas, trataremos ahora de los medios más seguros de precaver los daños que nos causa.
En los libros de agricultura se proponen muchos medios para evitar los perjuicios que ocasionan las hormigas y embarazar su asombrosa multiplicación; pero la mayor parte son inútiles o nocivos a las plantas. Yo he usado con provecho del sebo al pie de los árboles o de las plantas, y ellas se han apartado a lo menos por algún tiempo. También he notado que abandonaban los árboles frotados con greda; pero este remedio es menester repetirlo muchas veces. Tampoco ofenden las plantas sobre que se ha echado polvo, pero este recurso es de poca subsistencia si no se reitera como el antecedente. El mejor remedio de todos es mover cuantas veces sea posible la tierra donde están, echando en ella agua caliente, quitando las piedras bajo las cuales anidan, o haciéndolas servir de trampa para juntarlas y ahogarlas después. Más fácilmente se les hace perecer descubriendo sus guaridas en invierno cuando hace frío o llueve mucho. Esto es muy fácil, y el suceso es infalible.
En cuanto a las grandes hormigas que hacen tanto daño en los montes, y principalmente en las encinas, se descubren bien, y aún de lejos, las cabañas en que se guarecen del mal tiempo, no dejando sino una o dos aberturas para su ventilación cuando llega la serenidad. Entonces conviene destruir todo este edificio hasta el fundamento, y poner en descubierto a todos sus habitantes: el frío los hará perecer infaliblemente, porque estando entonces entorpecidas o adormecidas, débiles y sin movimiento, no podrán buscar ni hacerse nueva guarida, y aún se podrá acelerar su muerte echando agua sobre ellas en el rigor del frío. Si el invierno hubiese pasado y su nido estuviese al pie de un árbol que se quisiese conservar, se puede hacerlas morir de un golpe echando sobre ellas agua hirviendo después de haberlas descubierto por la cima o cumbre de su casa. Sin embargo, como hay de ellas en el campo durante todo el día y también todas las noches serenas, se puede reiterar esta diligencia por muchos días consecutivos, o reservarlas para un tiempo de lluvia en que todas están retiradas dentro de sus mansiones.
Yo he muerto muchas, en un cuarto donde habían entrado para hacer su pillaje en algunos botes de dulce, poniendo agua en el suelo de estos con un poco de papel sembrado de azúcar, que nadaba sobre el agua, y frotando con greda los bordes interiores de estos botes: ellas trepaban sobre los botes, y al querer bajar adentro se precipitaban en el agua porque no podían asirse en la greda.
Cuando en los botes se halla bastante cantidad de ellas, no basta para matarlas el pisarlas sobre la tierra, porque la dureza de sus pequeños cuerpos hace impresión en ella, y cediendo impide su destrucción. Así, es menester pisarlas sobre piedra o algún otro cuerpo sólido y duro. Tampoco conviene dejarlas expuestas al Sol ni a un aire seco y caliente, porque como todos los insectos, así como las demás bestias, no tienen otro principio de vida que el movimiento de los humores vitales de sus cuerpos, vuelven a vivir después de haberse ahogado si se ponen junto al fuego, o al Sol, o en la arena y cenizas calientes, o en un sitio caliente y seco. La excesiva humedad que embarazaba el movimiento de su sangre, o de los humores que en ellos hacen sus veces, se evapora con el calor y permite que esta sangre circule y que el insecto reviva. De esto tuvo poco ha una sensible experiencia un vecino mío, tan hombre de bien como mal Físico. Para evitar en su viña los estragos que hacían las avispas, había puesto muchas botellas untadas de miel por la parte de adentro del cuello, y llenas hasta la mitad de agua. Las avispas de todas especies se precipitaron en ellas. Por la tarde trajo estas botellas a su casa, y las vació en un rincón de su jardín que miraba al poniente. Las avispas negras permanecieron sin vida hasta el día siguiente en que volvieron a tomar movimiento, anduvieron y, al fin, volaron las unas después de las otras luego que el Sol, habiendo pasado el medio día, llegó a herirlas con sus rayos, a secarlas y a calentarlas. Mi amigo fue por casualidad testigo de esta resurrección, y aún yo le hallé todo pasmado de un suceso tan extraordinario y, para él, tan incomprensible.
Veo en el texto que no solo era observador sino también experimentador. Si en vez de ser agricultor se hubiera movido en otros ambientes seguramente hubiese llegado más lejos...
ResponderEliminarO hubiera pasado hambre, porque esto de las hormigas...
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