Three masters
Abandoné la carrera de Biología casi sin estrenarla, en el primer curso. Pasé dos años en el antiguo Servicio Militar. Fregué platos año y medio, trabajé de auxiliar de clínica, fui aspirante a torero, a pintor, a ayudante de banda municipal, a marino, a enterrador, a jardinero… Inicié mi asalto al funcionariado presentándome a veintitantas oposiciones que jamás preparé. Desarrollaba textos imaginarios, pura literatura creativa, como cuando me examiné de técnico de reprografía de un importante archivo estatal y hube de hablar sobre Microfilmado, emulsiones y tipos de cámaras: “Las técnicas de microfilmado tienen su inicio en los años 40, culminando a mediados de los 60 por mediación del norteamericano Toulmin”…, y continuaba la narración hablando de las anilinas al oro, o sobre la alta escuela alemana de tecnología del vidrio, capaz de corregir las aberraciones cromáticas y esféricas en un 80 por ciento… Texto surrealista, de 4 folios, plagado de nombres y fechas ficticias, que tuve la osadía de leer ante el tribunal del ministerio, y del que sólo puede excusarme un irrefrenable afán poético. El tribunal me aprobó, pero la plaza fue para mi preparadísima oponente.
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No tuve por entonces maestros, esas personas cercanas que orientan y sirven de guía en la vida intelectual o científica cuando uno da sus primeros pasos. Pero a finales de los años 80, destinado en Madrid, tuve la fortuna de asistir asiduamente a los cursos y conferencias de tres sabios humanistas: Pedro Laín Entralgo, Julián Marías y Luis Cencillo.
Pedro Laín Entralgo, Julián Marías y Luis Cencillo
Recuerdo bien cómo salía fascinado tras escuchar semanalmente a Laín, médico e historiador de amplísima obra. O cuando volvía de las lecciones filosóficas y antropológicas de Marías, pensador y expositor magistral, discípulo de Ortega y Gasset. O cuando atendía a las palabras del inolvidable psicólogo y antropólogo Luis Cencillo, deslumbrante y suscitador.
Poco importaba lo que fuera capaz de entender de sus enseñanzas y doctrinas concretas. Porque aprendí algo mucho más importante: estos hombres de cultura extraordinaria poseían un estilo intelectual transparente e inequívoco: pasión por la verdad, honestidad irreductible y valentía.
Yo seguí mi camino. En Santa Fe de Granada pasé 3 años abriendo tripas de cabras muertas y fileteando pulmones de vacas tuberculosas en mi función de auxiliar de laboratorio; en Doñana trabajé como guía del Parque Nacional, con un record excepcional de 4 expedientes disciplinarios abiertos a mi nombre…
Y, por encima de estos y otros avatares, no dejé nunca de ser el entusiasta y modesto naturalista que se forjó de niño en las aceras de unas calles de Sevilla.
En las más nimias observaciones de hormigas, en la contemplación y consideración del mundo en torno, en las relaciones laborales, académicas o de amistad, siempre he tenido presente el ejemplo de aquellos maestros. Y si me he equivocado en muchas cosas, en eso he acertado felizmente.
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