The ants in Cipriano de la Huerga
(c. 1509-1560)
Cipriano de la Huerga fue un monje
cisterciense nacido en León, catedrático de la Universidad Complutense y
notabilísimo humanista y escriturista que contó entre sus discípulos a Fray
Luis de León y Arias Montano. Buena parte de su extensa obra está perdida. En
1990 un grupo de estudiosos dirigidos por Gaspar Morocho inició la búsqueda,
compilación y edición de todos los textos conocidos de Cipriano de la Huerga. Estas
Obras Completas suman actualmente 10
volúmenes, publicados por el Secretariado de Publicaciones de la Universidad de
León.
En el volumen VIII se incluye un
curiosísimo texto titulado “Competencia de la hormiga con el hombre” (1559),
descubierto entre los folios de un manuscrito de la Biblioteca del Palacio Real
de Madrid. Lo editó y anotó Francisco Javier Fuente Fernández.
Primeras líneas del diálogo "Competencia de la hormiga con el hombre" de Cipriano de la Huerga, 1559. Manuscrito II-77 (3º) de la Biblioteca del Palacio Real de Madrid
En forma de diálogo entre dos
hormigas, Cipriano de la Huerga afirmaba la superioridad del animal sobre el
hombre. Con bello estilo y profundidad en los argumentos, recogió la tradición
de los naturalistas grecolatinos Aristóteles, Plinio y Eliano.
Emblema utilizado por Cipriano de la Huerga en sus libros impresos
He seleccionado dos fragmentos
del texto editado por Fuente Fernández, pero adaptándolo al español actual para
facilitar su lectura.
Competencia de la hormiga con el
hombre
(Fragmentos)
Cipriano de la Huerga (1559)
[…] El sentido del olfato en
nosotras, hermana hormiga, es el que solo conoce la variedad de los sabores,
porque en oliendo las cosas con diligencia las representa al que las ha de
gustar y siente la fuerza de cada una de ellas, y sí toma solo aquello que es conforme
a nuestra naturaleza, y lo que es contrario o impertinente valerosamente lo
desecha no permitiendo que el gusto se estrague o se corrompa, y si alguna
mezcla allí se halla de más, antes que la ponga delante al sentido del gusto la
condena por su sentencia, pues de esta manera no somos fatigadas e importunadas
de este sentido como lo son los hombres, los cuales, forzados de la variedad de
apetitos insaciables que dije, mezclan juntamente el cinamomo, el bálsamo, el
nardo, el incienso, el cálamo arábigo, la mosqueta, el ámbar, la algalia,
conforme a los preceptos del arte médico ungüentario.
[…] Pues viniendo ya a lo que más
hace a nuestro propósito, oso afirmar una cosa: que nunca entre los hombres
hubo alguno de los que llaman filósofos, aunque en el ejercicio de las letras
se haya aventajado mucho, que haya enseñado tantas leyes para bien vivir como
nosotras. Crisipo, ni Crantor, ni Sócrates, ni Platón,
enseñan mejor que nosotras lo justo, lo injusto, lo conveniente o dañoso.
Nosotras entendemos los tiempos en los cuales se ha de buscar el mantenimiento
necesario para la sustentación de la vida; llevamos a nuestros trojes grandes
montones de grano; asentámoslos en nuestras casillas secretas con mucha
prudencia; sabémoslo conservar para el invierno proveyendo que en un tiempo
como este no sea necesario ir a buscar el mantenimiento por los campos vacíos y
despojados ya de las mieses; nosotras llevamos con la boca tan grande peso que
excede nuestra estatura y muchas veces nuestro poder, pero lo que falta de
fuerzas remediamos con prudencia y con buen consejo y antes que escondamos las
semillas para el tiempo del invierno las mordemos y cortamos de tal manera que
no puedan de nuevo brotar de la tierra produciendo yerba o espigas, y, cuando
por causa de las aguas han concebido demasiado humor, las sacamos a los tiempos
al derredor de nuestras moradas tendiéndolas y revolviéndolas a una parte y a
otra para que el calor del sol gaste la humedad superflua que podía ser dañosa
al mantenimiento y por consiguiente a nuestra república, y todo esto hacemos
con suma providencia teniendo siempre ojo al bien común.
Ni las noches sabemos estar
ociosas mayormente cuando hay luna llena. De tal manera nos parece torpe y fea
la ociosidad de suerte que ningún tiempo conveniente al trabajo dejamos perecer
sin provecho, y cuando la luna esconde sus rayos cesamos del trabajo por
parecernos que las tinieblas no son convenientes para nuestro ejercicio. Si
algunas en el camino, trayendo a cuestas el grave peso, se sienten fatigadas,
suceden otras de nuevo que han descansado para este fin, y si en el camino
topamos otras que son de alguna ciudad vecina a la nuestra, aunque las
favorecemos y ayudamos, pero tenemos mucha más cuenta con las que son de
nuestra república y allí reconocemos nuestras banderas, y, como los que suelen
apartar ejércitos, ordenamos nuestros escuadrones dando a cada uno cargo de
llevar cierta cantidad de grano y aún, como tú sabes muy bien, todas las veces
que nos encontramos en el camino nos saludamos unas a otras usando de buen
comedimiento y de oficio, de caridad, preguntando si hay necesidad de nuestro
favor, y en esta salutación nos detenemos tanto tiempo cuanto basta para saber
las unas las necesidades de las otras y si es menester ayuda la damos con toda
voluntad y a las de nuestra misma ciudad acariciamos y regalamos viendo qué es
menester o por causa del largo camino o por otro accidente cualquiera. Lo
contrario de esto habrás visto muchas veces entre los hombres, si con
consideración lo has querido mirar.
Allende de esto, ninguna ciudad
ni república fue jamás tan bien fundada ni tan puesta en orden por el saber de
los hombres que pueda con razón cotejarse con la nuestra, porque como la
experiencia lo enseña, ningún veneno es tan dañoso ni hay género de pestilencia
tan pernicioso del bien común como es la ociosidad de los ciudadanos. Este mal
está bien lejos de nosotras, porque ni nos espantan los calores del estío ni
los rigurosos fríos del invierno, no los días ni las noches, para que dejemos de
trabajar y enriquecer nuestra república de muchas maneras. Esto solo basta para
entender cuán enemigas somos de la ociosidad, pues las noches que naturaleza
dio a los otros animales para el reposo de los miembros fatigados, nosotras
ordinariamente los empleamos en el acrecentamiento del bien común y no nos
espanta la prolijidad del camino ni su aspereza, antes ordinariamente, siendo
necesario traer el grano por lugares ásperos y pedregosos, no tanto con fuerzas
cuanto con buena industria, llevamos nuestras cargas porfiando contra los más
altos y más empinados montes que se nos suelen poner delante, y ansí, no con la
grandeza del cuerpo ni con el vigor de los miembros, sino con la virtud del
ánimo, sobrepujamos todas las dificultades, de donde parece haber sido más
verdadera aquella sentencia que dijo una de las más antiguas de nuestro linaje:
que ninguna cosa había puesto naturaleza en lugar tan alto ni tan difícil
adonde la virtud y el valor de ánimo no pudiese llegar. De manera que no se
puede dudar que, como la primera fuente de todos los vicios es la ociosidad,
también la primera raíz de todas las virtudes es el ejercicio y el trabajo. A
esta causa, tengo yo, hermana mía, presunción que somos más virtuosas, de mayor
providencia y mayor justicia que el hombre, teniendo en tanta veneración el
bien común y, según lo que él pide y aprueba, huyendo siempre el ocio y
proveyendo a la necesaria sustentación de nuestra vida.
Pues si queremos descender en
particular a las otras virtudes, ninguna se hallará estar desterrada de nuestra
república, porque ¿quién no entiende que entre nosotras hay singular
entendimiento y amor de la justicia? Nosotras tenemos determinados días para
reconocer los pesos del mantenimiento que se ha traído, porque a cada uno de
los escuadrones que dije, y a cada una de las familias por sí, se les da tanta
parte cuanta es menester para su sustentación, lo cual, después de repartido,
todos nuestros ciudadanos lícitamente y sin injuria de otro poseen, y nadie
trata con su pensamiento usurpar lo ajeno ni tocar en la hacienda de su vecino,
teniendo puesta siempre su confianza no sólo en la moderación del gasto y
templanza, la cual siempre mora entre nosotras, mas también en la propia virtud
e industria que siempre nos acompaña. No es de esta manera entre los hombres,
los cuales, como vemos, gastando y destruyendo sus propios bienes pródigamente
y sin juicio alguno ni parte de prudencia, comienzan luego a tratar con sus
pensamientos como podrían vivir y sustentarse de la hacienda ajena, de donde
nace que todas sus ciudades y repúblicas muchas veces las hemos visto
ensuciadas no solo con extorsiones, con injusticias, contrarias, pero también
con sangre derramada en las guerras civiles y con otros males innumerables, los
cuales suele engendrar la discordia entre los ciudadanos.
¡Y qué diré yo de la templanza de
las hormigas, la cual si se coteja con la del hombre es tanto mayor cuanto es
mayor el cielo que la tierra! El gasto que entre nosotras se hace siempre es
acompañado de prudencia, porque de tal manera remediamos a la necesidad
presente que con la templanza en el comer proveemos a lo que está por venir, la
cual virtud, aunque de suyo sea grande y admirable, pero debe ser a todos más
agradable, porque es la propia guarda de la justicia, que si bien quieres mirar
en ello la falta de esta virtud en la república humana es la que primero inventó
ladrones, tiranos, homicidas, por la falta de esta virtud. Veras entre los
hombres a unos presos, a otros echados del mundo con muertes infames y
vergonzosas. Ninguna de estas cosas jamás acaece a nosotras las hormigas por el
grande estudio y cuidado que tenemos en la guarda de la virtud, porque
consideramos ser cosa digna de un buen ciudadano buscar siempre con grande
cuidado y diligencia el bien común y acrecentarlo perpetuamente y conservarlo,
pues no hay cosa más dañosa a la república de los hombres que anteponer el bien
particular al provecho público de todos.
Ahora te ruego que juzgues con
toda prudencia y cordura cuanto sea el hombre inferior a nosotras, pues era
razón que supiese, tomando ejemplo de nosotras, nuestra manera de vivir, cuando
constituyen alguna república, que la salud de los particulares depende de la
salud pública y que según buen orden de naturaleza los ciudadanos deben con
todas sus fuerzas defender la patria en la cual son nacidos y criados y
enseñados de muchas maneras. Pero no hacen esto los hombres, sino antes todo lo
contrario. Debían todo lo que aran y siembran y cogen referirlo al público
provecho de la patria, cuya salud siempre ha de ser tenida por más digna y más
antigua que la dignidad y salud propia, pues de esta manera las hormigas,
pequeños animales, ponemos infinitos ejemplos de virtud delante los ojos del
hombre soberbio y arrogante, a semejanza de las cuales, si la mayor parte de
los hombres se quiere cotejar, ninguno se hallaría que sea dotado de tantas y
tales virtudes, pues la mayor parte de ellos, viviendo licenciosamente,
entregándose de todo punto a la ociosidad y deleite, de ninguna cosa viven
cuidadosos tanto como de celebrar banquetes superfluos y demasiados, del beber
hasta salir de juicio, de la superfluidad de los manjares y de los servicios de
Venus y de su hijo, a los cuales tienen por dioses.
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